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lunes, 2 de diciembre de 2013

Cementerio Club

Cuando se habla de cementerios, he de suponer que todo escucha evocará el ritual funesto de algún pariente cercano. En mi caso, el significante cementerio ha tenido múltiples y cambiantes significados. Desde niña he sabido de la existencia de ellos: pienso en esos sitios como museos que exponen lápidas de más de ochenta años de existencia – si se mira los antiguos cementerios – o como recintos ideales para trotar y leer sin interrupción – si se considera los más modernos. No recuerdo haber asistido a las exequias de mi tío Orlando, el mayor de los hermanos de mamá, sin embargo, recuerdo a mamá llorando desconsolada por su partida, recuerdo a mamá con un cuchillo y una especie de tubérculo en sus manos pretendiendo cocinar el ¿almuerzo? En la Santafé de Bogotá de 1990 todo era nublado y gris para mí, por tanto, mi reloj biológico infantil no funcionaba allí, era difícil saber que era temprano o tarde durante el día, y desde entonces he tenido la peculiar idea de que en la Capital amanece más tarde que en el resto del país, y que se almuerza después de las 3:00 pm.

La partida del tío que no disfruté - como lo hizo mi prima mayor - no era para mí una pena, sin embargo, después de haber visto las lágrimas en los ojos de mamá, entendí que las muertes causan dolor y sufrimiento. Esa sensación fue ajena aún cuando tenía doce años y falleció el esposo de mi más allegada tía. En aquel entonces no pensaba en lo que ello implicaba: el descenso del ser más querido para mi tía y el padre de su única hija de tan sólo seis años de edad.

Para colmo de mi inmadura sensibilidad, he sabido de la muerte de otro de mis más allegados tíos y posteriormente de la muerte del padre de éste, entiéndase, mi abuelo paterno. Aquí, la cuestión se supone aún más delicada: la luz apagada del padre de una hermosa y angelical niña de tan sólo días de gestación: él ya lo presentía y por ello anunciaba con orgullo la llegada de su princesa Carolina. Así fue, paralelo al duelo por la muerte de mi tío, su viuda recibía la noticia triunfal de su ginecólogo: una prueba de embarazo positiva que confirmaba las predicciones del recién fallecido.

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